Charango Chill Out


Que le bajaran las luces. Es lo primero que pedía. El hombrecito llegaba calmo, lento, cargando sus instrumentos y quería menos luz artificial. Ya en penumbras sacaba unas hojas de coca, entornaba lentamente los ojos hasta cerrarlos y empezaba a acariciar con dedos toscos y uñas como escamas uno de esos pequeños leños con cuerdas que había cargado hasta ahí. En el estudio de grabación el aire cambiaba y embriagaba a todos. Entre computadoras, cables y consolas se arremolinaba una brisa mágica, como del altiplano, una melodía ancestral sonaba y el pequeño hombre crecía. Se volvía imponente. Sin moverse, avanzaba con paso firme.

Ese es el gran engaño de Jaime Torres. El viejo hechicero del charango disfruta haciendo creer que está inmóvil. Sus movimientos, sus palabras, su cadencia engañan. Pero quien repase mínimamente su vida verá que, imperceptible para la mirada común llena de prejuicios, el hombre de las manos desproporcionadas avanza y se adelanta a los adelantados. Como ahora, que con 70 años de vida y 60 de charango y folklore rompe con todos los moldes y se arriesga a un disco de música... electrónica.



El leñito que conquistó al mundo
Jaime Torres –cara de barro, manos de cardón- es para muchos el abanderado de una música relegada, un instrumento relegado y una cultura relegada. Defensor de la memoria indígena, de las tradiciones que existían cuando no hacía falta un “día de la tradición”, combina en sólo un metro y medio de estatura la calma norteña con una tenacidad ideológica inconmovible. Puteador imbatible (mal hablado prefieren decir algunos), puede disertar, y largo, sobre el Che, Fidel o Evo Morales (“ese querido hombre”, dice) pero su arma preferida, aquella que enarbola con mayor seguridad no es la palabra. Es el charango, un leñito de 40 centímetros con el que conquistó, hace tiempo ya, al mundo. Con esa guitarrita que suena a harpa y a violín, instrumento macho con cuerpo de mujer, acompañó a muchos notables de la música folklórica, pero también a Divididos, la Bersuit, la Camerata Bariloche, Paco de Lucía y Tata Cedrón, entre otros. Con él, encandiló desde escenarios tan disímiles como las callecitas de barro de Humahuaca, el Teatro Colón, la Filarmónica de Berlín, la Sala Octubre de Leningrado o el Lincoln Center. Con él, realizó la banda sonora de varias películas (entre ellas “La deuda interna”) y hasta una ópera ("Suite en Concierto", con arreglos de Gerardo Gandini). Así, mientras simula estar quieto, el músico tucumano logró que Jaime Torres sea sinónimo de charango, o mejor, que charango sea sinónimo de él.




Y, como para seguir desconcertando, él, uno de los nombres innegables del folklore acaba de editar Electroplano, un disco de música ambient y chill out producido junto a Alejandro Seoane (Buddha Sounds). Lejos, muy lejos, lo más lejos que se puede, de lo esperable en un artista con su perfil.

Encantamiento de un charango chill out
Hay que ser muy talentoso y tenaz (o muy inconsciente) para trazar semejante parábola y sobrevivir al intento. Para surgir desde un lugar tan confinado, con una música tan discriminada (la del altiplano) y llegar a la vanguardia musical del mundo sin perder los estribos ni caer en patéticas concesiones.




Nada de eso parecía importarle demasiado cuando nos encontramos para charlar en su casa de Barracas. Una lluvia fiera golpeaba el techo de su altillo y, en un lugar repleto de charangos y bombos, nos obligaba a escuchar su propia música.




Fotos del Che, de un Jaime Torres joven, con pelo largo y de su familia miraban desde las paredes. Por todos lados había máscaras, adornos y recuerdos. En el viejo escritorio de madera, un desorden controlado: cuerdas de repuesto para charango, cd´s y casetes. En la pared, un equipo de música con dos grandes parlantes. Del otro lado del salón la gran mesa de carpintero que usaba su padre custodiada desde el techo por dos aves con coloridas alas de tela abiertas. En un rincón, como listas para partir, un par de valijas de viaje.




- Bueno, parece que si uno de los objetivos de un artista es provocar con Electroplano lo ha logrado...
- (Risas) Bueno, no es de ahora. Ya en el 64 armamos un despelote bárbaro cuando empezamos con los discos de larga duración de charango y piano, que era algo inédito. Pero inédito total... ¿eh?




- ¿Inédito por la mezcla?
- Es que el charango siempre fue un instrumento al que no se le dio importancia, no tenía trascendencia... ¿Quién era el tipo que tocaba el charango? El campesino. Así como nunca se vio bien, por ejemplo, que un hombre hablara quechua. Porque era “el idioma de los indios”. Y el mismo mestizo decía esto y te hacía sentir vergüenza del origen. Fue así desde 1492, cuando llegaron estos (los colonizadores) con la bota, la espada y la cruz. Había que hacer que desaparecieran los bárbaros. Y bueno, la historia es así... y yo no tengo nada en contra pero hay que recordar la verdad.




- Pensaba si no había algún esbozo de reivindicación. Si usted no lo sentiría. Con la cultura, la música y el instrumento de los colonizados usted ha terminado “colonizando” un tipo de música de origen europeo.
- Puede ser... Pero, de verdad que yo en ningún momento terminé de registrarlo. Esto empezó cuando grabé una música en Alemania y, cuando me mandaron el tema, se lo hice escuchar a un amigo ligado a la música más moderna. Me dijo: “maestro, yo no sabía que usted curtía esto. ¡Esto es chill out!”. Entonces me presentó a Alejandro Seoane.




- Y ahí seguramente hubo que empezar a negociar...
- Yo me preocupé porque Alejandro reciba lo que yo siento de mi país y de mi gente. A mí me importaba mucho que este trabajo se pudiera realizar aquí, con nuestra gente. Si tuvimos muchas horas grabando y masterizando mucho más tuvimos de charlas. Porque, salvo dos temas del disco, el resto es un camino poco transitado.




- ¿Cuál fue “la gran” condición? Esa inamovible que usted planteó de entrada.
- Por sobre todas las cosas la no distorsión del instrumento. Conseguí instrumentos, hablé con gente que los hace, usé algunos de los que me había hecho mi padre y logré una tremenda diferencia de voces. Gracias a eso en la grabación, el charango en ningún momento está distorsionado. No vas a escuchar un uauauaua (imita la distorsión de una guitarra eléctrica). El charango suena a charango. ¡Hasta la reververancia que suena en algún tema es propia del charango! Es ese, el que tengo allá (señala). Un charanguito campesino, de lo más simple y sencillo. Lo que pasa es que si vos conocés el instrumento no tenés nada que inventar. Es sólo responder al instinto anterior. Yo respondo a lo que he vivido... En todo momento de la grabación tuve presente las cosas más felices que me pasaron en la vida.




- No hubo ninguna sensación de extrañamiento entonces...
- No, ninguna... Sorpresa sí, porque yo desconozco el trabajo de la música electrónica. Cuando les dije a mis hijos lo que iba a hacer sus comentarios fueron: “¡Uau, chau, uf, a full...!” (se ríe). Algunos de ellos, por la edad que tienen, consumen música electrónica y se asombraron. Pero es lo que ha ocurrido en toda mi vida. Siempre me esforcé en demostrar que el instrumento tenía todo un potencial y que sigue teniéndolo. Seguramente van a venir cantidades de intérpretes que sigan ese camino. Un camino que ya no es tan distante. En la Bersuit hay un charango, los pibes de Divididos también tienen uno. Y hay otra cantidad de bandas fusionadas... y algunas confusionadas... pero bueh... es saludable cuando hay respeto.




- ¿Hay algún límite? ¿Qué sería empezar a faltarle el respeto al instrumento?
- Y, por allí un pibe agarra un charango, tiene una buena digitación y trata de empezar por La Cumparsita o Pájaro Campana... Contra eso no se puede hacer nada. Pero porque lo que yo creo que falta, es empezar a enseñar el alma del charango.




- ¿Cómo se enseña el alma del charango?
- Y... hay que caminar. El maestro tiene que caminar. Porque hacer un libro de acordes de charango a mí no me dice un pepino de nada. Es algo matemático que a mí no me deslumbra. Los acordes los saca cualquiera Do, Do sostenido, Re, Re sostenido, Mi, Fa...



- El asunto es hacer de eso un arte...



- Un arte y poder comunicar de qué se trata. Porque la guitarra o el piano tienen sus historias. Se sabe cómo nacieron, como llegaron... El charango no. Por eso hay que tener mucho cuidado en colocarse el mote de maestro... ¿Maestro de qué?... Maestro ciruela. A mí, de verdad, no me pone bien saber que hay cantidad de chicos jóvenes que no tienen ni idea del instrumento. Yo no digo que sea una obligación saber pero... El charango es un personaje que está vigente. Está metido con el paisaje. Si vos andás por el altipano y caminás por el norte de nuestro país, por Bolivia, Perú, Ecuador te vas a encontrar con el charango incorporado a la vida cotidiana. No es como el tango con el farolito que no está más, o la música clásica que tampoco está más porque aquel mundo ya no existe. El charango representa buena parte de un pueblo, de una América morena que somos nosotros y que ha logrado cosas maravillosas. Que viene cargado de una anterioridad digna de respetar.




- ¿A raíz de Electroplano tuvo muchas críticas de la parte más conservadora de la música popular?
- Yo pensé que iba a ser un sacudón distinto (sonríe pícaro) pero, hasta ahora, he recibido todas criticas muy buenas. Gente que sabe y ama la música criolla, periodistas y colegas... tuvieron sólo palabras hermosas. Puede ser que te guste menos pero no se puede negar que está hecho con total honestidad. No hay ninguna cosita baja. Se buscaron los elementos con buen gusto, con muchísimo trabajo... fue muy duro el trabajo... fue una tarea de búsqueda para hacer que coincidan estos dos mundos.




- La apuesta fue jugada... ¿No tuvo dudas, miedos?
- No... (se ríe) lo mismo me pasó cuando mezclé charango y piano. ¿A quién carajo se le iba a ocurrir eso en aquella época? En una época en que no había toda esta parafernalia de sonido que lo único que hace es atrofiar los oídos.




- ¿Cómo se lleva con eso? Tocando un instrumento tan acústico y maleable como el charango cómo se lleva con los cables y todo lo que implica la música electrónica?
- Bueno, yo sigo tocando el charango, que es mi cable a tierra... Ese es mi cable... A todo el mundo de la electrónica yo traté de anteponerle siempre el universo del charango. Porque ahora parece que tenés que tocar un charango pero que suene a orquesta (risas)... A todo lo inventado por la electrónica yo le antepongo la sensibilidad del instrumento. Que yo sepa todavía no hay máquinas que puedan graduar los latidos del corazón a través de la música, de la sangre... a lo mejor está en marcha (risas) pero todavía no las hay. Por suerte no.




- Si tuviera que describir la música que sale del charango... cómo lo haría?
- (Piensa largamente) seguramente el sonido me tiene que haber dicho algo en su momento porque yo elegí el instrumento. Yo elegí el instrumento (repite como para escucharlo él mismo). Yo creo que los genes tienen que ver en eso. A mis viejos les encantaba la música de los pagos. Ahora, en lo que hace a la interpretación en sí te diría que tocar este bicho te otorga los momentos más placenteros que te puedas imaginar... (piensa) No es comparable a nada... ni a un orgasmo. Aunque te puedo asegurar que por ahí anda... Acariciarlo y sacarle sonidos a ese instrumento diminuto es único...

Y así se queda, mirando el charango que tiene entre las manos. Quieto. Pero ya no está ahí. Está más allá. Avanzando, sin moverse. Seguramente piensa en su próximo viaje a Francia, y luego a China, y después a México... y en diciembre a Brasil y a Cuba. Y en enero a Europa. Y, tal vez, en un Electroplano 2, la continuación de este, su disco más moderno y adelantado para el que paradogicamente tuvo que volver para atrás. Para atrás en el tiempo... y en el espíritu.
Ya no se siente la lluvia. Sólo su voz ancestral que cuenta de “otra anterioridad”. Esa que se reconoce en su último disco. Más allá del ambient, del folklore o del chill out. Esa que recorrió mientras grababa, en penumbras y con los ojos cerrados. Caminando por ahí, entre la niebla y atrás en el tiempo. “Pero no buscando rumbo ¿eh? Con un camino fijo y seguro. Avanzando”, dice, desde lejos.



Por Leonardco Blanco






[Artículo publicado en la revista Barzón Nº 4]

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Indra Nooyi: sueños cumplidos



Uno espera que algo suceda cuando ella traspase la puerta. Que suene una fanfarria o que se disparen fuegos artificiales. Pero no.
La ansiedad que se respiraba aquel día presagiaba algo grande. "Ahí viene... Ya llega... Está a tres metros...", susurraban con una excitación que les tomaba el cuerpo las cinco personas que la precedían en su andar de poderosa.
"Hoy está de muy buen humor. Mira que es muy alta. ¿Tienes para grabar? Cuidado porque la última tapa que le hicieron en Brasil no le gustó. No hay que hablar de eso...", se amontonaban las recomendaciones.
Y los títulos. Los títulos, como una larga alfombra roja, parecían antecederla de una manera pomposa y ceremonial: "La ejecutiva más poderosa del mundo", según la revista Fortune. "Una de las 100 mujeres más influyentes de los Estados Unidos (puesto 28)", de acuerdo con Forbes.

"Una de las 100 personalidades más influyentes de la actualidad (por arriba de gente como Steve Jobs, fundador de Apple)", para Time. Si fuera por los rankings, la distancia entre ella y un humano de a pie sería abismal. Tal vez lo sea.
Finalmente, ella entra. No como lo haría alguien famoso. Como lo hace alguien poderoso. Aparece en la sala como si estuviera ahí, alta, firme y silenciosa, sin haber atravesado nunca la puerta. Tiende una mano enérgica, pregunta dónde se tiene que sentar y, mientras deposita erguida su metro ochenta y cinco en la silla, habla de lo que no había que hablar: pide, ruega, que no le hagamos una foto tan horrible como la de la revista brasileña. Las miradas se cruzan. Las sonrisas se congelan. El aire ya espeso se vuelve intragable. Justo antes de que la gente que la acompaña inicie un suicidio en masa, ella se ríe. Y lo hace con una carcajada tan abierta que hace que el aire vuelva a circular.

Indra Krishnamurthy Nooyi tiene 52 años. Es presidenta y directora ejecutiva de Pepsico (la empresa dueña de marcas tales como Pepsi, Lays, Quaker o Gatorade) y es quien logró cambiar el modelo de la compañía, llevándolo de los snacks y las bebidas gasificadas a otro, más consciente de la salud y del impacto en el medio ambiente.
Pero, sobre todo, es una extraña excepción en el universo empresarial americano. Primero, por ser mujer (no es un ámbito muy transitado históricamente por el género femenino, y Nooyi es la primera ejecutiva nacida fuera de los Estados Unidos en comandar la empresa). Luego, por su origen: hija de un contador y una ama de casa, nació en Chennai (antigua Madrás), en el sur de la India. Y, por último, por su estilo: desenvolvió un modo muy particular de liderazgo que busca atraer, entrenar y retener a los mejores empleados. Así como dirige una potencia multinacional con ventas por 39 billones de dólares al año, operaciones en 200 países y valor de mercado de más de 100 billones de dólares, Nooyi es esposa, madre y, dice, ama de casa. Le fascina invitar a otros ejecutivos (y a sus esposas) a su casa y llevar la voz cantante en el karaoke de las fiestas de Pepsico.


El doble mandato

Tiene la piel color chocolate y una sonrisa amplia con dientes que encandilan. Su voz es grande. Llena de matices. Como de cantante de gospel. Y la usa deliberadamente. De repente la hace crecer -cuando lanza palabras como woooonderfoul o fantástic-. De repente, la hace retroceder, y hay que prestar mucha atención para interpretar sus susurros -como cuando habla de sus orígenes y de su familia-.

Si es cierto que lo que uno vive durante su niñez marcará el camino para toda la vida, Indra Nooyi es hoy lo que es porque supo incorporar, sin reclamos, un doble mandato familiar (más bien materno).

Era su madre (una señora muy interesante) la que las sentaba cada noche a ella y a su hermana y les proponía un particular juego de sobremesa: ambas debían pensar el discurso que darían si fueran presidentas de la India. Al final de la cena, la mujer escuchaba atentamente las disertaciones y decidía por quién iba a votar.
Pero otras veces el juego cambiaba y la consigna era: "Y si estuvieras casada y tuvieras hijos... ¿cómo te ocuparías de eso?".

"Lo que nos estaba diciendo en realidad era: sueñen y pueden ser lo que quieran... Pero se tienen que casar y tener hijos".

La CEO de Pepsico suelta una carcajada abierta. No se preocupa por que nadie la acompañe. Se ríe para ella. Inmediatamente después repliega su voz y susurra.

"Yo creo que mi madre estaba viviendo sus sueños a través de nosotras. Sabía que tenía que decirnos lo que esperaba de nosotras, pero también quería vernos realizadas en lo profesional. Lo que nos proponía era como manejar un auto con un pie en el freno y un pie en el acelerador. Excepto que el pie que iba en el acelerador funcionaba mejor que el que estaba en el freno."

-¿Cuál era el freno y cuál el acelerador?

-La respuesta sencilla sería que casarme era el pie en el freno, y trabajar y soñar era el pie en el acelerador. Pero no sé si sería la respuesta correcta. Porque hoy yo diría que el pie en el acelerador es tener a mi marido y a mis dos hijas. Entonces miro a mis hijas y a mi marido y me digo: Es lo mejor que me pasó. Otros días digo: Mi trabajo es fantástico. Entonces, todos los días, en cada situación, tenemos un pie en el acelerador y otro en el freno. No siempre sé cuál es cuál.

-¿Hubo algún momento concreto en el que los juegos de su madre hayan dejado de ser un juego en sus pensamientos? ¿En algún momento imaginó que podía venir algo de lo que luego vino?

-Si tomaras como un punto el lugar en el que nací y crecí y lo compararas con el punto en el que estoy hoy, no habría manera de conectarlos. Esos dos puntos nunca se conectarían. Nunca.

El traje de 50 dólares

Nooyi lleva un traje de un azul profundo, un pañuelo de seda celeste en el cuello y zapatos bajos, negros. Aros de perlas. Una pulsera de oro blanco. Un anillo de oro amarillo. Un reloj plateado. Todo muy clásico. Todo muy elegante. Aunque nada de lo que lleva puesto descuida la practicidad. Su imagen es, ante todo, la de una mujer de negocios. Elegante, pero práctica.
No siempre fue así. Para su primera entrevista de trabajo en los Estados Unidos, Nooyi no tuvo qué ponerse. En su placard sólo había jeans y ropa informal. El único lugar en el que podían venderle algo por los 50 dólares que tenía no incluía puertas en el probador. A Nooyi le dio desconfianza vestirse atrás de unas cortinas y prefirió llevar la ropa sin probarla. Llegó a la entrevista con un pantalón cinco centímetros más corto y un saco inmenso. Cuenta que los que la vieron entrar se asustaron. "Realmente me veía horrible. ¡Tenía un aspecto espantoso!", dice con todo el caudal de su voz.

Terminada la entrevista, Nooyi se puso a llorar y la encargada de consolarla fue la responsable de Recursos Humanos, que le preguntó qué se pondría para ir a una entrevista de trabajo en la India. "Un sari", dijo ella. Entonces, para la próxima entrevista vení con un sari, le propuso la mujer. Al día siguiente, Nooyi llegó a su entrevista laboral vestida con un traje tradicional de la India y se quedó con el único puesto que había vacante y para el cual habían entrevistado a más de cincuenta personas. "Si no te aceptan por ser quien eres, no te merecen", le había dicho la mujer.

"Ahí entendí algo que nunca voy a olvidar. Los Estados Unidos son una meritocracia. Si uno hace bien su trabajo, si trabaja intensamente y es capaz, siempre te dan una oportunidad. No importa que seas hombre, mujer, india, argentina, alto, bajo... Y eso es una lección que aprendí no muy tempranamente."

Tarde o temprano, Nooyi puso en práctica la lección. Con el tiempo, sus méritos la depositaron en Pepsico. Por ese entonces, la multinacional perdía en el mercado global frente a Coca-Cola, su competidora histórica ("la otra cola", para Nooyi).

Mientras sólo el 30% de las ventas de Pepsi venían de otros países, más del 70% de las de "la otra cola" se originaban de fuera de los Estados Unidos.

Nooyi fue contratada para elaborar una estrategia de cara al siglo XXI. Frente a ese panorama, su primera decisión fue cambiar el porfolio de la compañía. Vendió la división de restaurantes, con marcas como Pizza Hut y Taco Bell. Compró, por 14 billones de dólares, Quaker (dueña de Toddy y Gatorade, entre otras) y por 3,3 millones billones, la fabricante de jugos Tropicana.

-¿Cómo llega uno a una compañía como Pepsico (el segundo mayor fabricante de gaseosas del mundo después de Coca-Cola y una especie de quintaesencia del estilo de vida norteamericano) y les dice que los va a poner a dieta, que va a cambiar el porfolio de la compañía y que además de las gaseosas y las papas fritas va a incorporar comida más saludable? Me pregunto si no es como llegar a Rolex y decirles que no hagan más relojes...

(Lanza una carcajada) -Yo no podría haber transformado a Pepsico si la empresa no hubiera querido ser transformada. Me contrataron porque buscaban a alguien que pensara de manera diferente. Pero nunca hay que suponer que yo hice esto solita. Yo fui la facilitadora y desempeñé un papel clave, pero era el equipo líder de Pepsico el que quería reposicionar a la empresa para el futuro.

-Pese a tener un equipo, usted es la que manda y, ya se sabe, el poder es un espacio de una gran soledad...
-Ser CEO es una tarea muy solitaria. Hay que tener cuidado con lo que uno dice y a quién se lo dice. Hay que tener mucho cuidado. Nos guste o no, se interpreta todo lo que uno hace o dice.

-¿Quién o qué compensa esa soledad? ¿Cómo hace para contrarrestarla?

-Si hay una persona a la que le puedo contar todo, ése es mi marido. Es una persona de la que puedo recibir consejos honestos. Devoluciones bienintencionadas. Mi marido me dice abiertamente cuando algo está mal. El me alienta, me contiene y me dice cuando algo podría haber estado mejor. El me abraza si no estoy bien y festeja conmigo cuando hay un logro. Sin él, yo no podría hacer lo que hago.

-Sólo con ver lo que usted genera a su alrededor uno se agobia... ¿Cómo se sobrevive a esta necesidad permanente de la gente de esperar que usted diga algo interesante o inteligente cada vez que habla?

-En puestos como éste uno enfrenta riesgos constantemente, incluso mientras estoy dándote esta entrevista... Ese es el riesgo de este trabajo, y lo único que podemos hacer es confiar en la persona con la que estamos y saber internamente qué quisimos decir. Lo que no hay que hacer es cambiar de opinión o cambiar de punto de vista según quién nos esté escuchando. Si un líder no es consistente, coherente, constante, confunde a los demás.

-A usted no le está permitido cambiar de opinión, entonces...

-Puedo cambiar de opinión, pero tengo que explicar por qué.

-¿Cuánto hay de sus orígenes en el éxito que finalmente tiene como empresaria?

-No lo sé... Yo crecí en una de las democracias más grandes del mundo. En una India libre. Y me gané la vida y desempeñé una carrera exitosa en la democracia más exitosa del mundo. Lo mejor que puedo decir es que soy un resultado clásico de meritocracias y democracias maravillosas.

-En algún momento se definió como un ejemplo viviente de la diversidad. ¿Qué le otorgó y qué le quitó serlo?

-El hecho de que estemos haciendo esta entrevista es debido a lo que aporto de diversidad. Vengo de una historia diferente y estoy dirigiendo una multinacional con sede en los Estados Unidos. Esto hace que la gente me preste más atención de la que me prestaría de otro modo. Pero lo mismo que hace que la gente se pare y me escuche, hace que la gente piense: "¿Lo va a poder hacer?"

-En estos momentos no debe de haber ranking en el que no figure en el primer puesto o cerca: en el de las más poderosas directoras ejecutivas, el de las mejor pagas, el de las más influyentes... ¿Eso fastidia o enorgullece?

-Oh, no me gustan nada esos rankings. Y voy a decir por qué... Tienen que ver con mi cargo, porque soy la CEO de la empresa.

-¿No genera cierta adicción verse todos los días en un ranking nuevo?
-Es peligroso, porque estas listas se le pueden subir a uno a la cabeza. Y el desafío es no permitirlo. Hoy se puede estar en el puesto uno. Mañana en el diez. Y el hecho de haber pasado del uno al diez no tiene nada que ver con quién somos ni qué hacemos. Tiene que ver con lo que hacen todos los demás. Mi regla es: no me tengo que entusiasmar por ser la número uno ni preocuparme porque soy la 50. Tampoco me tengo que preocupar si no estoy en la lista. No importa.

-Veo que es una preocupación consciente...

-Por supuesto. ¡Todos los días aparece una lista nueva! En mi familia hay un dicho: "Cuando llegas a tu casa, deja la corona y las joyas en el garaje".

-¿Cómo se hace?

-Cuando yo entro en casa, soy madre, esposa, ama de llaves, ama de casa... (risas). Cocino, hago de todo. Yo entro en casa y mis hijas me pueden reprender por haberme olvidado de comprar esto o lo otro. Y yo no puedo decir: "Estoy cansada, no lo puedo hacer".

-Entonces hay una gran diferencia entre la Indra que dirige una empresa y hoy está acá haciendo una entrevista y la Indra de puertas adentro, esposa, ama de llaves, ama de casa...

-No. La Indra que viene a trabajar trae todo su yo a trabajar. Uno no puede ser alguien diferente de quien es. Obviamente, en mi trabajo tengo que demostrar mi cargo y mi posición, cosa que hago, pero lo hago desde el corazón. En realidad, eso debería decirlo la gente que trabaja conmigo, no yo (se arrepiente). La cuestión es que cuando entro en casa soy madre. Y ser madre es una tarea muy diferente y más difícil.

-¿Más difícil que dirigir una multinacional?

-Absolutamente. Porque el boletín recién te llega cuando tus hijos crecieron. No hay informes trimestrales de ganancias...

-Sin embargo, no parece haberle ido nada mal alternando el pie del freno y el del acelerador... Usted apostó a la familia y a la profesión y su auto no chocó... De las dos facetas de su vida, ¿hay una en la que la que se reconozca más que en la otra?

-Mi mamá siempre me dijo: "Te pueden arrancar el cargo de CEO, pero no te pueden arrancar el ser mujer. No te pueden arrancar a tu marido ni a tus hijos. Por eso, no te olvides nunca de que tu ancla es la familia. Y yo no podría ser una CEO sin ser esposa y madre. Eso es lo que soy en mi esencia más profunda.

La entrevista termina. Tiene que terminar. Acaban de cumplirse con rabiosa puntualidad los 45 minutos pautados. La CEO de Pepsico deja el salón como entró. Afuera la espera el cortejo. Dos minutos después entrará en un salón repleto de directivos regionales de la empresa y el lugar estallará en aplausos.

Todos quieren escuchar a la mujer que unió dos puntos que nunca estarían tan juntos. Que supo tomar nota de los mandatos y transitó el insospechado camino desde su India natal hacia la cima del mundo. A la mujer que, con la dedicación y la concentración de un malabarista, supo lanzar sus sueños al aire y atajarlos sin que ninguno llegara a tocar el suelo.


Por Leonardo Blanco

[Artículo publicado en La Nación Revista el domingo 31 de agosto de 2008 ]


(Foto Daniel Pessah)

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Filósofo del chamamé



El portón de entrada de su casa está abierto de par en par. Cartucho, su perro grandote y lanudo, anda por ahí, suelto por las calles de tierra del barrio cerrado, pero modesto, donde vive junto a su familia. Su hija Lucía, de 7 años (también bastante suelta) deambula de un lado para el otro en un parque con mucho de campo. Es primavera, pero la tarde está fría, y adentro la leña que Vanesa –su mujer– puso en el hogar arde y calienta todos los ambientes. Un único gran ambiente en realidad, porque no hay divisiones: la cocina, el living y los cuartos se mezclan en una suerte de despojado loft de campo.

Y un poco así es el Chango Spasiuk. Como su casa. Como su gente. Lo suyo no son las cuestiones demasiado cerradas ni las limitaciones. Cuando habla de su historia, de su carrera y del arte, el dueño de casa prefiere no cerrar demasiado ningún concepto. Plantea y replantea tanto sus ideas que parece alguien que busca escaparle permanentemente al encierro intelectual, a los portones trancados, a las ataduras… a lo que se espera de él. Sin embargo, gracias a esa suerte de relativismo que lo asaltó en los últimos tiempos, sus certezas se dejan ver con mayor claridad. Y no son pocas.



La historia oficial cuenta que un día, Horacito, hijo de Lucas, el carpintero, se cargó su acordeón al hombro, tomó el tren y dejó su Misiones natal. Que en Buenos Aires durmió en los andenes y en la caldera de un edificio mientras los medios
lo instalaban como "la joven promesa del chamamé". Que, para una capital bastante poco federal, el chango misionero llegaba a renovar una música "de provincia", "grasa", "cursi" o, en el mejor de los casos, "para viejos".

Lo que muchas veces no se cuenta es que, cuando todo parecía indicar que aquel chamamacero misionero se transformaría en la nueva atracción de la feria mediática, él ya no estaba ahí donde lo buscaban. Un día escuchó a Dino Saluzzi, a Hermeto Pascoal y a Chick Corea, y el mundo de pronto se le volvió más ancho.

–Dije ¡opa! Qué mal parado que estoy, tocando esto que suena como suena –recuerda.

El muchacho ya forzaba los límites y, escapándole al encierro, empezaba a experimentar en carne propia aquella frase del compositor Béla Bartók que hoy no se cansa de repetir: "Lanzarse a lo desconocido desde lo conocido pero intolerable".

–Es como estar parado en un lugar y decir: "es así, pero podría ser de otra manera".

Lo que cuestionaba entonces no era tanto su música ni la de sus ancestros, porque eso sería renegar de sus orígenes. Era más bien la forma de interpretarla, de pensarla. Los moldes, una vez más, le quedaban chicos. La pregunta ya había excedido el arte para invadir otros terrenos.

–Yo miro para atrás y veo más confusión que claridad… Vuelvo para atrás y veo cómo fue criado, amado o no amado ese niño que fui. Cómo ha sido formateado. Como si uno fuese una computadora. Veo mi vida y mi carrera y quiero resetear la máquina y reformatear un montón de cosas.

–¿Lo que te mueve es el inconformismo?

–Sí –dice. Y piensa: –Pero cuidado, ¿qué quiere decir inconformista? Estoy en un punto en el que estoy replanteando y reformateando todo… (se ríe) Nuevos horizontes

Quizás haya sido esa permanente inquietud intelectual, sumada al hecho de no tener dónde tocar en su país, lo que le pidió rienda una vez más y lo llevó a buscar un nuevo horizonte, esta vez en Europa. Hace cinco años volvió a salir hacia lo desconocido con su acordeón al hombro. Hoy, desde España, Alemania, Inglaterra o Canadá llega la confirmación: "Concierto extraño, inusual, reconfortante y sorprendente"; "un músico con un alto grado de virtuosismo que se plasma en pinceladas de heterodoxia que le confieren un aire insólito". Así dicen los ecos de la prensa » europea. Como broche de oro, el último 5 de marzo recibió el premio de la BBC de Londres a la Revelación en World Music, por Tarefero de mis pagos, un disco producido por un sello alemán.
Pero, claro, desde el parque de su casa, en el oeste del Gran Buenos Aires, Europa resulta lejana. Mientras Vanesa, Lucía y Cartucho andan por ahí, el Chango ceba unos mates amargos y reformatea.

–A mí me encanta tocar por el mundo y recibir esos premios. Pero hay personas que creen que es mejor tocar en la entrega de premios de la BBC que en un casamiento, y en realidad es exactamente lo mismo.

–Sinceramente, ¿para vos es lo mismo?
–Sí. Quizás en el momento de tocar la nota final hacés otra lectura. Pensás que esta música fue históricamente bastardeada y subestimada. Pero cuando estoy tocando, si pienso en algo, honestamente, pienso en mi casa. Es muy rápido todo: de repente fluye el sonido, de golpe el niño con su primer acordeón y después mi casa. Pienso que en ese momento mi mujer le debe de estar leyendo un cuento a Lucía, en que deben de haber prendido el fuego… y de golpe me enfoco en la música, en la nada, y el sonido fluye… Pero nunca veo la imagen del "embajador del chamamé". Eso es todo mentira. La música no es una banderita para estar clavando en territorios nuevos. Eso es una pavada. Detrás de esa gente de otras culturas está el hombre que se puede conmover con el sonido. Y ahí, otra vez, está el misterio…


El Chango habla de misterio cuando el último sol de la tarde se cuela por una hendija de nubes y le dedica un halo de luz. Parece conferirle un aire especial. Pero no, él no tiene nada de especial. Dice que nada de lo que pueda generar su música lo vuelve especial a él. Que no es algo que esté dando conscientemente. Que es "algo que sucede". Habla de la comunión que se genera con el público y del "vacío placentero" que puede sentir al tocar su instrumento. Y mueve sus brazos como buscando las palabras en el viento fresco que empieza a soplar. Como si necesitara su acordeón para hablar. Mientras, reformatea…
–Muchos músicos hablan de la interpretación como un momento espiritual…
–Espiritual, arte, tradición, son palabras con demasiado contenido como para que uno las use como si dijera alpargata o mate… No es lo mismo… ¿qué es? No lo sé. La música es como una cebolla a la que nunca se le terminan las capas… Es simplemente el misterio del sonido. Uno se pregunta qué hay detrás de la música, qué hay detrás de lo que nosotros llamamos vanguardia o tradición, de lo que llamamos chamamé, jazz o rock... ¿Por qué el hombre responde al estímulo del sonido? ¿Cuál es ese misterio? Y no hay respuesta. No todo puede ser explicado. Y a mí, en este momento, me gusta pararme en ese lugar.

–¿Cuál es el lugar del arte en tu vida? ¿Qué importancia le das?

–A veces uno está tan cerca del arte y no se da cuenta… Y otras uno cree que esa rutina, esa mecanicidad de pintar o de tocar música es algo artístico, pero no lo es. Hay personas amasando pan que están haciendo una obra de arte… Hay una madre peinando a su hijo, y eso es una obra de arte única, una cosa tremenda, universal… No sé, yo siento que hay mucha confusión sobre lo que es arte y lo que no lo es.

–¿Tu música es arte?

–Yo trato de que mi música se parezca a alguien haciendo pan, a una madre peinando a un hijo. Trato de que sea eso… Algo universal, nutritivo para los demás. Algo bello como una flor. La flor está ahí, ella no tiene ningún cartel que diga: "Pasen y vean, acá a hay una flor". Ella tiene sentido si vos te acercás. Y si te alejás está ahí y no sufre porque vos no te acerques. Ha sido, y es, por los tiempos de los tiempos, una flor, y está ahí, sin carteles que digan "¡una flor!". No sé si lo logro, pero yo aspiro a que mi música sea como una flor. Que tenga sentido para quien se acerca. Porque tiene sentido, antes que nada, para mí. A mí me da color y me nutre. Por eso la hago. El eje interior

Como en su último álbum, un trabajo colmado de matices y sutilezas en el que se permite correrse del centro de la escena para que su instrumento se funda con otros, y muchas veces se pierda en climas logrados por un contrabajo o un violín, Spasiuk evita permanentemente ser el que recibe los focos.

–Da la sensación de que tenés tu eje puesto en otro lugar. Como que estas cosas de la fama y los premios no te llegan a influir demasiado…

–La música es una circunstancia. Para mí, lo importante es tratar de buscar un punto dentro de mí. Mi eje no puede ser mi relación con una compañía discográfica; » ni la aceptación de los demás. Porque un día no están más la compañía ni el halago de los demás ¿y dónde voy a parar yo? Se pueden vender muchos discos o ninguno, pero mi eje es lo que me pasa a mí cuando toco. Yo voy a hacer un buen concierto si estoy en comunión conmigo mismo, no si hay mucha o poca gente. De hecho, hay conciertos llenos de gente y uno toca mal y hay otros a los que no vino nadie, perdiste dinero, y fue único e irrepetible. Eso te hace pensar dónde está el eje. La música no es una oportunidad para pertenecer. Yo no soy músico porque quiero ser aceptado. Para mí, la música es una oportunidad de ser… Con todo lo que eso significa.

–Debe de ser difícil mantener esa postura en un ambiente en el que valés por la cantidad de discos que vendés o por los teatros que llenás…

–Es que eso tiene mucho valor también, pero en ese contexto. Un reconocimiento mediático tiene valor para los medios… A mí tampoco me gusta tocar solo: me gusta tocar para los demás. Pero el arte es algo que existe antes de los medios y de los discos, y va a existir después de los medios y de los discos. Un premio tiene mucho valor para mí, pero dentro del mercado, para ese mundo. A mi mujer no le interesa si me ovacionaron en un concierto. Cuando yo llego a mi casa, ella no está esperando al artista y a las 800 personas que lo estuvieron aplaudiendo. Eso tuvo valor en ese momento, pero cuando yo llego a mi casa no tiene valor.
El sol finalmente se rinde. El Chango también.

–¡Ay! todo lo complico y lo vuelvo metafísico –se queja.

El frío se hace sentir. Sólo Cartucho resiste afuera. Adentro, la leña sigue ardiendo y en un rincón, junto a otros adornos, descansa, herido de muerte, el premio de la BBC. "Se le cayó a Lucía", explica divertido el Chango. "Ocupa el lugar que tiene que ocupar. Como todo en esta casa."

Por Leonardo Blanco

[Artículo publicado en La Nación Revista]


(Foto Daniel Pessah)

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Helmut Ditsch: artista extremo


Llega al lugar del encuentro –un bar cool de Palermo Soho acostumbrado a albergar prototipos de modernidad exagerada– y los cuellos se estiran imprudentes. La altura elegante, la cabellera rubia por encima de los hombros, los lentes de sol como grandes antiparras, las botas de víbora en exagerada punta cuadrada y una chaqueta de terciopelo con incrustaciones de piedras y bronce hacen que nadie tenga en cuenta el decoro ni el disimulo. "Si no los tiene en cuenta él…", parecen justificarse las miradas, mientras se le clavan por todos lados. En ese lugar frecuentado por artistas, intelectuales y aspirantes a ambos rubros que, por lo general, hacen lo imposible por hacerse notar, Helmut Ditsch lo logra con sólo traspasar la puerta.


Es argentino –de Villa Ballester, para más datos–, vive en Dublín, Irlanda. Se fue del país sin dinero, pero llegó a vivir en un castillo y a tener una Ferrari último modelo estacionada en su garaje. Es uno de los plásticos argentinos vivos mejor cotizados del momento (según muchos, el más cotizado) y por sus cuadros se pagan cifras más altas que por una obra de Berni, pero ignora las reglas del mercado y trabaja al margen de las galerías. Aunque las personas que lo ven entrar en el bar no saben nada de todo eso, perciben que ahí, frente a ellos, hay alguien raro, especial.

Es que a Ditsch, además de ser artista, le gusta parecerlo.




Su madre murió de cáncer cuando él tenía siete años y su padre no tuvo mejor idea que decirle que de allí en adelante ella estaría en las flores y en las montañas. Hoy, 35 años después, se le iluminan los ojos cuando cuenta cómo escurrió el dolor a través de una inquietud artística sorpresiva. Quería ser pintor –"tenía que serlo… fue algo intuitivo, no racional; no tenía opción"–, pero quizás el mundo del arte no estaba preparado para él. "Tuve la suerte de toparme con mala gente", dice, sin disimular cierta ingenuidad. Fue estafado por un galerista y la decepción no tardó en llegar. La desilusión fue grande. Y la decisión, drástica: no pintaría más. Como si la necesidad de trascender lo llevara más arriba, escaló el Aconcagua. Mitad en castellano y mitad en algo parecido al alemán, cuenta que allí, a 6959 metros de altura, en la cima, lo esperaba la revelación: "Una puerta que debía abrir". Subir a la montaña –cuenta– fue una proyección.
Al bajar todo tomó otro color. "Supe que no tenía que demostrarle nada a nadie y me convertí en una persona feliz", dice y gesticula, en castellano y en alemán.

Hacer cumbre

Feliz, y con la consigna de permitirse una segunda oportunidad, vendió la vieja moto Honda 900, su única posesión por entonces, y sacó un pasaje a Austria. Lejos, muy lejos de Villa Ballester. "Si bien yo había » aprendido pintura solo, pensé que había un conocimiento al que tendría que tener acceso: aquellas técnicas de los grandes maestros, para mí, debían estar guardadas en algún lugar, y ese lugar era Austria", dice.


En Viena, golpeó a las puertas de la Academia de Bellas Artes y mostró sus trabajos. Con lo que hacés no tenés ninguna chance, fue el veredicto.


Sin prisa pero sin pausa se preparó y, contra todo pronóstico, aprobó el examen de ingreso. En la academia comprendió, ni más ni menos, cuál era la diferencia entre pintar y hacer arte. Y aceptó lo más doloroso: que él sólo había hecho lo primero. Sin piedad, rompió todas sus obras (que hoy valdrían varios miles de dólares) y se dedicó a terminar sus estudios. Ya con el título de "artista" en la mano, y la convicción de que efectivamente lo era en el corazón, alquiló un atelier y se puso a trabajar. Un día hizo una obra de arte y se sorprendió, dice.


Al margen de los críticos, de los medios y del sistema de galerías, que no se preocupaban en prestarle demasiada atención, Ditsch se convirtió, de repente, en el artista mimado de empresarios y poderosos de Austria. Su atelier comenzó a ser visitado por gente que pagaba diez veces más por una obra exclusiva, sin que el dinero pasara por manos de un solo intermediario.
De allí a vender un cuadro por 300 mil dólares al Banco Nacional de Austria y a obtener fama mundial hubo sólo un paso. Después llegaron el castillo (del siglo XIX y con 40.000 metros cuadrados de parque en Dublín, Irlanda), la Ferrari amarilla (a la que le siguió una gris y después una roja) y la ropa llamativa. Sus "disfraces".


Como a sus obras, con igual monumentalidad, Ditsch se estaba creando a sí mismo. Encerrado en un claustro para pintar durante cuatro meses, obligándose a sesiones de 36 horas de trabajo sin parar para comer o dormir, el pintor gestaba al artista que alguna vez había imaginado. Al mito propio que día a día se preocupa por alimentar. Incluso mientras habla para esta nota.


–¿Sos un extravagante?


–En el sentido de cómo trabajo, sí. De la responsabilidad con la que trabajo, no tanto. Extravagante, diría, porque me decidí por un sueño y no le temí al fracaso. Porque el fracaso iba a ser en primera instancia material y a eso no le temía… Pero creo que soy muy normal. La extravagancia es, en parte, devolverle algo a la gente. Cuando yo tengo puestos mis disfraces es por respeto al que está delante de mí. Por respeto a lo que él quiere ver de un artista. Es una forma de agradecerle a la gente. Materializar lo que ellos quieren vivir, lo que necesitan vivir pero no pueden.


–Es parte del rol del artista…


–En parte es así…


–¿Y qué pasa con la frivolidad?


–La frivolidad es un tema que a mí me molesta mucho…


–¿No hay algo de frivolidad en querer vivir en un castillo, tener una Ferrari, vestirse raro?


–Es que no tenemos que ver sólo la cáscara. Hay que ver cómo viví dentro del castillo.


–¿Cómo vivías en el castillo?


–De una forma muy austera. De hecho, ya no vivo allí porque no puedo estar con tanta gente alrededor para trabajar. Ya no tiene sentido. El castillo no era para mí: era para que los coleccionistas que venían se sintieran bien. Ahora que me encierro y tengo que estar solo no necesito eso. Además, me costaba una fortuna…


–¿Cómo es tu día de trabajo?


–Arranco con el mate; después voy a correr y, mientras corro, ya empiezo a hacer los trabajos de "oficina": voy pensando qué tipo de pintura tengo que preparar y evalúo hasta dónde quiero avanzar ese día. Llego, me ducho y empiezo a pintar. Las primeras dos horas son para volver al estado de inspiración. Hay toda una ceremonia: empiezo lento y cada vez me voy volviendo más efectivo. A las 15 o 18 horas de trabajo estoy en el tope de efectividad. Estoy cansado, pero efectivo. Ahí tengo que decidir si parar o seguir un día más y ser cada vez más eficiente. Porque las 18 horas que siguen son aún más eficientes que las anteriores. La eficiencia de 36 horas sin parar es la que tendría en 72 horas normales, parando para dormir y comer. Pero después de estar tres días a ese ritmo quedo caput… muerto… Así y todo, ahorro tal vez uno o dos días.


–¿Y por qué el aislamiento?


–Es que estoy tan conectado con lo que hago que si alguien entra en el atelier mientras trabajo puede darme un síncope. Una vez me di cuenta de que perdía una hora por día lavando pinceles y calculé la cantidad de horas que perdía al año. Contraté asistentes, pero sentía que me faltaba algo. Me ponía celoso de que mi asistente lavara los pinceles. Me di cuenta de que es necesario, al terminar el día, lavar los pinceles yo mismo y tratar a mis instrumentos con mucho amor. Para mí es necesario hacer eso. Es parte de mi ceremonia.


Musas, ceremonias, inspiración… ninguna palabra, por más presuntuosa que pueda parecer, lo es en boca de Ditsch. Su tono es casi pedagógico. El de un divulgador. Como cuando dice cuánto influyen las endorfinas ("la única droga" que consume) en su inspiración: "Es que el cuerpo, que es una máquina genial, tiene una droga que se llama endorfina, unas hormonas de placer que recibe el cerebro y te dicen okay, sigamos así porque está todo bien… Después de tantas horas de trabajo yo estoy con las endorfinas superpuras y ¡estoy feliz! No necesito comer, y mi cerebro me dice ¡bien!, sigamos, que esto está genial. Pero si las endorfinas no se producen, el cerebro te dice bueno, pará Helmut, que estás cansado, se te irritan los ojos, te tiembla la mano, tenés hambre, seguí mañana…


Esencias mínimas


Grandilocuente, obsesivo, ambicioso, igual que su discurso es su estilo de trabajo. Desde arriba de un andamio rasca, frota y puntea las telas. Los cinco o seis metros de lienzo no lo llegan a amilanar. Tal vez porque desde donde está, doblado frente a un hielo de óleo azulado, no puede ver la monumentalidad de lo que está haciendo.


–¿Por qué trabajás en formatos tan grandes?


–Yo quiero que frente a mis hielos el espectador esté en el hielo. Que esté metido ahí. No hay nada compuesto artificialmente. Soy un traductor y un reductor de lo que es la naturaleza. Imaginate que estás delante de un paisaje que no es un florero. Mis motivos pueden ser 100 kilómetros de cordillera. Lo que yo hago como artista es reducir todo eso a una esencia mínima. Traducirlo. Reducirlo a un formato mínimo comparado con el modelo.


–¿Reconocés algún rasgo consciente de tu historia personal en tus pinturas? ¿Hay algo de esa búsqueda de tu madre en la naturaleza?


–Sí, pero no me hice artista por haber tenido una situación extrema. Creo que eso marcó especialmente la temática.


–Hablás de "situación extrema" y alguna vez definiste tu obra como "realismo extremo". En tu vida los extremos parecen ser determinantes…


–Realismo extremo es mi postura frente a la vida. Frente a las cosas que hago. Tiene que ver con lo autobiográfico y con mi carácter. Yo creo que para llegar a lo sublime fue necesario canalizar las energías, y eso es algo extremo. Mi pintura nunca fue hecha a medias. Desde que empecé, no me bastaba con comprar una tela. Yo tenía que tener 30 telas delante.


–Desde la crítica, siempre se emparentó tu obra con el fotorrealismo, el fotonaturalismo, el hiperrealismo. Si tuvieras que definir vos mismo tu estilo, ¿qué dirías?


–Es posmedial. No es fotorrealismo, no es hiperrealismo. El hiperrealismo se basa en tomar un objeto y crear la mayor noción de realidad, pero eso es concentrarse en el efecto y no es lo que yo hago. Yo estoy abriendo una dimensión espiritual. El objetivo es llegar a las emociones y no solamente al asombro que puede provocar el perfeccionismo de una técnica.


–¿Y por qué posmedial?


–Posmedial porque en los 80 surge todo el arte medial…


–Mediático, sería…


–Posmediático… Sí… Lo mío es realismo posmediático, así se llama. Esa es la definición correcta. Porque lo que hago es de algún modo la respuesta a todo lo que se hizo con el arte conceptual. Por eso es posmediático. Vuelve a la pintura, vuelve a todo lo que se creyó que estaba muerto y con una fuerza avasalladora.


–Algunos críticos dicen que pintás "la soledad de la naturaleza", o "el silencio de la naturaleza". ¿Qué pintás?


–Cuando hay una figura humana dentro del cuadro, automáticamente se convierte en una escena. Es un personaje con el que te podés identificar o no. Pero no hay lugar para vos. Yo prefiero quitar ese personaje para que vos puedas entrar. Yo juego con perspectivas y con la geología del paisaje para que el espectador tenga la sensación de que puede entrar, de que eso lo está envolviendo. Para mí, el final de la vida es como un horizonte al que nunca se puede llegar. Algo a lo que, como no es un punto material, nunca podremos llegar. Es un punto de transformación. Cuando la vida cambia para pasar a otra cosa… Esa es la filosofía de mi pintura… No es melancólica… Melancólicos son los sabores que te pueden acompañar, pero mi filosofía es… Tiene… Es… (piensa y duda; duda y piensa). Yo creo en la evolución. Más que un revolucionario, soy un evolucionario. Intento no romper tradiciones, sino sumarlas y darles la chance de que evolucionen.


–¿Cuál es el espacio de la cordura y la locura en tu vida?


–La gente no puede entender que yo me encierre durante cuatro meses a pintar. Les parece que estoy loco.


–¿Y qué pensás vos?


–Yo sé que estoy completamente cuerdo. Lo que pasa es que esa cordura es tan extrema que, para la norma, es una especie de locura.


Por Leonardo Blanco


[Artículo publicado en La Nación Revista el domingo 13 de abrilo de 2006 ]



(Foto Graciela Calabrece)

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Guillermo Toledo: políticamente incorrecto


En el lobby del pequeño hotel –arañas doradas, sillones dorados, mesas doradas y mármol, mucho mármol– aparece Guillermo Toledo –remera gris estirada, zapatillas gastadas y pantalones cargo (grises y gastados)– y no puede más que desentonar.

El ámbito hubiera sido más favorable para el pulcro y egocéntrico Rafael González que personificó en la película Crimen ferpecto, de Alex de la Iglesia. Pero no para él.

El –la barba tupida, los bucles entrecanos y una cara de dormido que no oculta ni la mejor de las actuaciones– se siente "como pez fuera del agua".

–Es que no es mi ambiente… Prefiero estar en mi barrio con mis amigos de toda la vida y emborracharme con ellos.

Toledo, que visita la Argentina por primera vez, es uno de los actores más populares de España. "Uno de los mejores cómicos surgidos en los últimos tiempos", dicen unos. "Un agitador permanente", aseguran otros.



"Un pan de Dios, un santo –afirma Juan Taratuto, que lo dirige en Nadie dice que es fácil, la película que vino a rodar a Buenos Aires–. Un actor que suma sin levantar ningún estandarte. Y eso que tiene estandartes para levantar..."

"Como todos los grandes misterios de la humanidad, como el amor o la guerra, o los pinchos morunos, Willy Toledo es indefinible –exagera el realizador español Alex de la Iglesia–-. También es inabarcable, inconmensurable. Es un enorme amigo. Con él puedes hablar de dinero, de mujeres, del Amazonas… y nunca te aburrirá. Puede llorar como un niño cuando una mujer le abandona, puede sonreírte despreocupado mientras mea en las columnas de la plaza del Vaticano a las tres de la mañana, ebrio de gozo y alcohol. Puede abrazarte y hacerte reír hasta que olvides cualquier problema. El puede hacerte ver las cosas de otra manera."

El –la voz de trueno, la cara surcada por algunas arrugas, los ojos levemente achinados– parece no entender de elogios ("Son preferencias personales de quien las dice", dirá humilde). Tampoco entiende por qué está aquí. Alojado en un lugar tan suntuoso y contestando intimidades frente a un grabador. Pero, actor al fin, con algo de curiosidad y mucho de simplicidad se presta al juego. Y lo juega.

Sin querer

Llegó al mundo hace 36 años. Pero recién hace 13 supo para qué. En ese momento un joven Toledo sin ningún tipo de contacto con las expresiones artísticas se arrimaba por vez primera a la actuación. Después de muchos años a la deriva y de trabajar como portero de discoteca, pastelero y empleado de aeropuerto, entre otras varias cosas, apareció la escuela de interpretación.

–No sé por qué me apunté. Fue sin la más mínima vocación. Me metí como quien se mete a estudiar un poquito de informática o lo que sea; como hobby. Lo pasaba bien, pero nunca me había planteado en serio ser actor.

En serio se lo planteó cuando conoció a sus compañeros Alberto San Juan, Ernesto Alterio (hijo de Héctor Alterio) y Natalie Poza, y juntos empezaron a garabatear tímidamente unos textos que luego interpretarían.

–Era una especie de espectáculo que se llamaba La catarsis del tomatazo, en el que el público tenía tomates y te los podía tirar (se ríe). Era muy cruel y muy sádico, pero muy divertido.

Hoy el grupo que originalmente bautizaron Ración de Oreja se llama Animalario y es una de las formaciones más relevantes del teatro español.

–Hacemos espectáculos sobre hombres/animales. Hombres que se tratan entre sí como animales: con muy poca humanidad. Siempre con el juego del poderoso explotando al débil. No paramos de experimentar con el hecho teatral. Hemos actuado en la calle, en salones para bodas, en casas… Nuestra filosofía es acercar el teatro a todo el mundo. Popularizar el hecho teatral.

Con su llegada a la televisión –en la serie Siete vidas– y al cine –con destacados papeles en películas como El otro lado de la cama, Seres queridos y Crimen ferpecto– lo que se popularizó fue su imagen. "No me llevo bien con la fama –refunfuña–, la verdad. No es algo que me agrade. Cuando haces series de éxito y trabajas en películas que tienen éxito es un poco absurdo intentar pelear contra eso. Sucede, y ya está. Simplemente hay que intentar llevarlo lo mejor posible. Pero a mí no me agrada…"

–En España se te ha considerado uno de los mejores actores de los últimos tiempos… ¿Estás de acuerdo?

–No, no le hago caso. Me parece que son preferencias personales de quien las dice. Que los demás planteen quién es el mejor o el peor ya me parece absurdo, pero planteárselo uno mismo me parece suicida. Creo que hay un montón de actores buenísimos en España y yo soy uno más… Es que no le hago caso a todo eso. No me quita el sueño, vamos.

–¿Pero los halagos no te confirman que estás haciendo las cosas bien?

–Lo que me hace pensar que estoy haciendo las cosas bien es si disfruto o no con ellas. Y si estoy dando mi brazo a torcer en cosas que siempre pensé que mantendría a rajatabla.

–¿Cosas cómo cuáles?

–Por ejemplo, respecto de la popularidad y de que algunos te consideren una estrella. Y que por ello tengas que pasar por cosas por las que yo espero no pasar nunca. No me interesa alimentar todo ese sistema de estrellas. Las revistas del corazón, las de moda, las fotos, las fiestas privadas donde se supone que tienes que aparecer porque está todo el mundo… ¡No creo en las estrellas! No me considero una estrella y no voy a permitir que me metan en ese mundo con el que realmente no tengo nada que ver… Desde que empecé en esto tuve muy claro que lo importante era mantenerme apegado a mis raíces, a mis amigos, a mi manera de ser y de vivir. Y eso es lo que me ha mantenido alejado de todo el mundillo este del showbussines.

Niño terrible

Cuando en España se cumplían seis años de gobierno del conservador José María Aznar –guerra de Irak mediante– y el líder del Partido Popular enfrentaba su peor crisis, Toledo y sus compañeros de Animalario decidieron poner en cartel la obra titulada Alejandro y Ana. Lo que España no pudo ver del banquete de boda de la hija del presidente: una parodia del casamiento de la hija de Aznar en la que recrearon su desopilante versión de lo sucedido en el ágape posterior al enlace.

–Había que hacer algo para parar a ese hombre y al equipo de directivos de su empresa (porque para la derecha de España el país es una empresa privada). Queríamos hablar sobre el pensamiento de la derecha (si es que existe tal pensamiento).

La obra, pensada para las tres jornadas de un festival, fue un éxito aplaudido en más de 600 funciones por todo el país. La repercusión, sumada a la que generó la entrega de los premios Goya 2003 (conducida por Toledo y sus compañeros de Animalario), en la que la industria del cine español en pleno le dijo no a la guerra de Irak, no hizo más que aumentar su fama de niño terrible.

–La prensa de derechas nos llamaba terroristas. Pero, de repente, aquello ayudó a que el país comenzara a despertar, porque todo el mundo ya estaba harto.

Tan harto que Toledo terminó dando conferencias contra la guerra en las universidades de España.

–Aquello fue una bola en la que, de repente, me vi inmerso. Era muy divertido, pero muy estresante también. Mientras hacíamos la obra, me encontré con mucha atención de los medios y en una especie de gira por las universidades hablando sobre la guerra en auditorios repletos de gente.

–¿Por eso fue que algún medio te describió como un agitador permanente? ¿O fue porque al lanzar el DVD de la obra dijiste que estabas en favor de la piratería?

–Bueno (se ríe), dije: "Adelante, que lo pirateen". Porque en España ha habido una campaña de acoso a los chavales que venden discos piratas en la calle y a mí me parece que no es el objetivo. El objetivo, para mí, son las compañías discográficas, que pagan un tres por ciento de la venta de cada disco al artista que lo ha creado, grabado y promocionado. Son las discográficas internacionales las que tienen que empezar a distribuir los beneficios de una manera equitativa y justa. Los discos son inalcanzables para la mayoría de la población. Entonces, hay que grabarlos. Es curioso que los artistas terminen defendiendo a las multinacionales que los están explotando. Dicen que el mundo del disco está en crisis, que se viene abajo… Y no es cierto. Las multinacionales se vienen abajo y está muy bien que así sea porque han estado muchísimo tiempo haciéndolo mal.

Así, de esta manera, apasionan a Toledo los temas que verdaderamente le importan. Palabras como derecho, justicia y equidad le llenan la boca, lo despiertan de repente de la modorra reflexiva en la que se sumerge cada tanto y lo obligan a soltar verdaderas proclamas encendidas.

De ambiciones y pesadillas

–¿Cuál es tu máxima ambición?

–Profesionalmente, creo que ya la he alcanzado, y es darme el lujo de no trabajar. Para mí, el éxito es poder decir: "Me voy cuatro meses de viaje". Ahora, en el terreno personal me faltan muchas cosas. Quizás alcanzar un grado de madurez superior. Me falta un poquito más de tranquilidad, de estar bien conmigo mismo. Para mí, la vida ha sido siempre un frenesí, una montaña rusa. Creía que necesitaba emociones fuertes todos los días porque si no la vida era aburrida. Yo sólo quería divertirme y me he dado cuenta de que divertirte no es sólo subirte a un puente y tirarte colgado de una cuerda. Puede ser estar sentado leyendo un libro. Eso es lo que me hace falta: un poco más de reposo; dedicarme un poco más a mí. A mi crecimiento personal.

–¿Y la peor pesadilla?

(Piensa y se ensombrece) –Podría ser quedarme sin amigos. Quedarme solo. Aunque a veces he merecido que me dejaran solo. Creo que esa conciencia política que he tenido siempre me ha hecho actuar globalmente. Y en lo personal, en lo de más cerquita, he sido un poco descuidado. Me he preocupado mucho por el derecho de los inmigrantes en España, pero tengo al lado amigos que me necesitan y no les he hecho caso…

El –la barba tupida y la cara surcada– sigue sin entender por qué está aquí. Contestando intimidades frente a un grabador.

–He hablado demasiado, ¿no?

Por algún motivo, el habitual cómico eligió hoy –para su presentación con el público argentino– su cara más seria, reflexiva y comprometida. La que más le importa.

Por Leonardo Blanco

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Elogio de la indecisión


- Encantado. Habla el doctor Charreau. La llamo porque quiero ser el primero en darle la noticia. Usted fue seleccionada para el premio estímulo a jóvenes científicos en medicina experimental de la Fundación Bunge y Born.

Entre el asombro y el descreimiento la científica miró la computadora que tenía adelante y aprovechó la aletargada alocución del hombre para tipear frenéticamente en Google “Fundación Bunge y Born”. Enter.

Era un día a fines de mayo y se había enterado, mientras tomaba exámenes de Fisiología y Física Biológica, que el doctor Eduardo Charreau, ex presidente del Conicet la buscaba con urgencia. Era raro, nunca la llamaba. Nunca la había llamado.
Le dijeron que no se despegara del teléfono. Que el doctor se iba a comunicar.
El doctor se comunicó pero ella no entendió demasiado lo que le decía. Sólo le quedó titubear.

- Bueno, no sé... ¿Qué tengo que hacer..? Porque yo no mandé nada.

- No, usted no me entiende. Yo ya sé que no mandó nada... Usted ya ganó el premio –le dijo el hombre.

Cuenta que se quedó dura. Que no sabía qué decir. Que agradeció como pudo y que, antes de cortar, escuchó.

- Se va a poner más contenta cuando sepa el premio que se ganó.

Ennis cortó y se fue. A seguir tomando examen.

***

Tal vez es porque nunca terminó de decidirse a serlo, pero no parece una científica. Ni el blanco inmaculado de su casa, moderna y luminosa, ni el tostado de su piel, ni lo rosa de su imagen familiar tienen que ver con el preconcepto que uno tiene de una científica. Nada, tiene que ver con lo que ella misma imaginaba que era una científica. Pero Irene Lucía Ennis lo es.
Lo confirma su todavía corta pero inmune trayectoria, por la que la acaban de premiar, y su tarea cotidiana como integrante de ese maltratado grupo que conforman los investigadores argentinos. Lo confirma el reconocimiento internacional por sus descubrimientos en torno al agrandamiento del corazón (un desorden que lleva a la muerte a millones de personas en todo el mundo) y los más de 33 trabajos publicados en revistas internacionales.

***
El violento color turquesa de los ojos se le enciende aun más cuando cuenta su historia de corrido, sin pausas pero con una cadencia de provincia.
La historia que cuenta es de esas que parecen confirmar que hay un destino preestablecido: Todo en la vida de esta científica del Concejo Nacional de Investigaciones Científicas Técnicas (Conicet) parece haber conspirado para encausar su zigzagueante andar profesional. Sin tomar muy en cuenta las dudas, los reparos o las incertidumbres que la asaltaban, la vida parece haberse esforzado en marcar su camino. Y para eso, la vida, no ahorró complicidades.
Hace 39 años Irene Ennis llegó a una familia de mamá psicóloga y papá abogado pero a los 17, un test vocacional combinó su pasión por las ciencias exactas con su desagrado por los trabajos solitarios y le sugirió ser médica.
Confiesa que hasta último momento se debatió entre la Medicina y la Bioquímica. Confiesa, que se definió por la Medicina “sin tener la decisión del todo clara”.
La claridad llegaría años después, con una residencia en el Hospital Regional de Mar del Plata. El contacto con los pacientes reales y con ese tipo de sufrimiento que no alcanzan a sugerir los apuntes de facultad le confirmó que eso era lo que quería para su vida: sería médica.

***
La casa de Ennis está en un barrio cerrado en las afueras de la ciudad de La Plata. Es blanca, muy blanca. También es luminosa, muy luminosa. Y tiene un parque -pileta de natación, hamacas, tobogán, calesita, casita de madera- que claramente es territorio de los chicos.
Los chicos son muchos. “Un familión”. Amparo, de siete; Bautista, de cinco; Consuelo, de dos y Faustino, de dos meses.
Cortés pero incómoda, Ennis –polera negra, jean gastados, botas negras y cadenita de oro con cuatro caritas- se deja fotografiar en el parque.

- Los vecinos van a pensar: ‘¿A esta qué le pasó que se hace la artista...?’

El único que la mira es “Shot” el labrador color chocolate de la familia. Es difícil saber lo que piensa.
En el playroom de la casa está el único televisor. Está conectado a un reproductor de DVD y a otro de videos pero no tiene señal de cable ni de televisión de aire. El cable lo cortó a fuerza de tijera la misma Irene, cansada de reclamarle a la empresa que le dieran la baja. Ni Ennis ni su marido quieren que sus hijos vean televisión. Los chicos, no parecen tener quejas al respecto. Todo lo contrario.
Cerca del televisor apagado hay una computadora que Ennis se resiste a usar para trabajar. No le gusta trabajar cuando los chicos están en casa.

- Eso es un viaje de ida. Uno empieza y después no hay límite –dice.

En un estante, al costado del televisor y arriba de la computadora, está su título de médica. Está arrollado, sin enmarcar.
Cerca descansa el diploma de la Fundación Bunge y Born. También está arrollado. Y más allá, en un soporte de pana bordó, entre portarretratos con fotos familiares, la medalla del premio “estímulo”.


***
La decisión de ser médica no le duró demasiado. La duda volvió a aparecer, con decidida seguridad. Fue Horacio Cingolani, investigador superior del Conicet el que la trajo:

- Hay que ver si la investigación no te gusta más... Me parece que tenés el perfil. Creo que deberías probar...

Y probó. Una beca para la investigación en cardiología, en la Universidad de La Plata, primero, un doctorado después y una beca post doctoral en Biología Molecular en la Johns Hopkins University, en Baltimore, Estados Unidos, parecían confirmar el camino. Pero no. Ennis viajó a Baltimore dudando. La opción definitiva no había sido tomada. La lucha entre la medicina hospitalaria y la investigación se seguía librando. “Cuando vuelvo lo defino”, pensó.

Lo que sí definió antes de viajar fue su proyecto de familia: se casó con el médico Federico Saavedra. Con él quería cumplir el sueño de tener una familia grande. Empezó a agrandarla en Baltimore. Junto con el fin de su beca post doctoral, llegó la confirmación de su primer embarazo. Tiempo después Ennis, su panza, y su marido llegaban a la particular realidad argentina del año 2001.
Esa Navidad y fin de año lo festejaron entre urgencias y accidentados de guardia de hospital. Fueron los mejores argumentos que el destino podía desplegar para ayudarla a decidir.

- Era muy difícil imaginarse una vida de familia trabajando así. Me encantaba pero estaba por tener a mi primera beba y sabía que mi prioridad era la familia. Ahí no había dudas.

Y no dudó: la investigación científica le ofrecía la posibilidad de organizar su vida de madre como ella pretendía, sin urgencias médicas ni guardias. La balanza se inclinaba definitivamente a favor de la investigación.
En 2002 Ennis se presentaba para la carrera de Investigador Científico del Conicet. Hoy es ampliamente reconocida como investigadora adjunta.
Los 60 mil pesos del premio Bunge y Born piensa gastarlos en agrandar la casa. Para el familión.


***

A días de enterarse de su premio Ennis estaba en la sala de parto trayendo al mundo a Faustino, su cuarto hijo. Que ahora, dos meses y medio después, llora desde su cuarto compitiendo con Brahms y su canción de cuna.
A Ennis se le transforma la mirada turquesa. Se sobresalta. Quiere correr y alzar a su hijo. Pero antes cuenta una infidencia: la decisión final no está tomada. O eso prefiere sentir. Aunque sabe que es difícil, quiere sentir que, si se le ocurriera volver al hospital puede hacerlo. Dice que le gusta que la posibilidad exista. A mí me gusta que la posibilidad exista, dice.

Por Leonardo Blanco
[Artículo publicado en La Nación Revista en su edición del domingo 2 de noviembre de 2008 bajo el título "Confiar en el destino) Link: http://www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1064143]
Foto: Daniel Pessah

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Borges, a salvo de la erudición


Santi toma la palabra, se abalanza sobre la minúscula mesa de bar y le habla, obediente, al grabador. Con los codos haciendo equilibrio sobre la misma mesa, César y Mogui harán lo mismo por turnos. Como chicos, se deshacen explicando su última "travesura" con una ansiedad y una alegría que se les nota en el cuerpo. Que Santi puso la lectura y la interpretación. Que Mogui puso hondura y corazón. Que César no entendía y ahora entendió. En un rincón apretado de la librería-café Clásica y Moderna, el filósofo, ensayista y poeta Santiago Kovadloff (Santi) y los compositores, arregladores e instrumentistas Marcelo Moguilevsky (Mogui) y César Lerner cuentan algo que, si no fuera por los ilustres apellidos implicados, parecería un absurdo: entre los tres se proponen hacer un espectáculo autobiográfico sobre un cuarto hombre: Jorge Luis Borges.




La historia se remonta muchos años atrás, cuando Kovadloff, Moguilevsky y Lerner dejaron de ser apellidos autónomos para convertirse en una marca registrada. Primero fue Babel, un espectáculo de poesía universal y música klezmer que incluyó "un Borges": el Aleph. Después fue Informe Pessoa, en el que trabajaron con textos del poeta portugués Fernando Pessoa. Y ahora, con Lo que Borges nos contó, prometen celebrar a uno de los mayores escritores de todos los tiempos.

-Ya se habían metido con Pessoa, ahora con Borges... Hay que ser atrevidos...

(Risas)
Moguilevsky: -Digamos que sí, aunque vale aclarar que el espectáculo tiene que ver con el recorrido que hicimos nosotros en su poesía. Es nuestra forma de leerlo, de recibir lo que él nos dejó. Por eso se va a llamar Lo que Borges nos contó.

Lerner: -Lo único que podemos dar es desde lo personal. Después están los libros...
Kovadloff: -Es que este espectáculo es una autobiografía. Es la autobiografía de tres lectores de Borges.
-¿Cuál es la música de Borges?, ¿cómo suena?
L.: -Es toda. Borges es tan singular como universal.

M.: -Yo siento que la música que estamos haciendo es muy argentina. Porque Borges es así. Estuvimos meses para ver cómo podíamos armar melodías con sus poemas. Es muy difícil. Muy comprometido. Para nosotros hubiera sido muy difícil hacerlo sin Santi al lado, sin tener su forma de leerlo, su indicación de dónde detenernos... Y no es un salameo, ¿eh? (le dice a Kovadloff). Para nosotros fue más fácil gracias a su lectura.

-¿Y por qué trabajar a Borges con músicos, Kovadloff?

K.: -Uno como literato aspira a ser un músico. Se desvela por la armonía, por la melodía, por la cadencia de los enunciados... No es que renuncie a su vocación, pero quiere, como Orfeo, entrar al universo del sonido. Y yo no sé cantar, no sé tocar... pero encontré mi manera de filtrarme en el mundo de los músicos. De estar con ellos a través de este artilugio de la lectura. Yo logré un sueño. Mi mayor expectativa era oír la lectura musical que ellos hacían de la literatura de Borges. Fue muy emocionante para mí, como lector de Borges, oír el destino que habían corrido sus poemas.

-¿Usted sintió representada inmediatamente su lectura de Borges en lo que escuchaba? ¿En ningún momento le sonó extraña esa banda sonora?
K.: -(Duda) Hubo momentos de búsqueda...
M.: -Y de extravíos. Nos extraviamos buscando. Fallamos varias veces...
K.: -Fue un tanteo prolongado. También hubo momentos de júbilo inmenso.
-¿Por ejemplo?

K.: -Con el final del espectáculo. No me gustaba como terminaba.
L.: -Me rebotó una canción... (risas)
K.: -Desde el analfabetismo en la materia que puedo tener yo... (risas). Yo soy un oyente, nada más. Dije "no me gusta", y a los días se me vinieron con una propuesta que me conmovió enormemente.
L.: -Es como un himno que la gente se puede llevar tarareando. Que es una manera de contrarrestar algunos aspectos áridos de la obra.
-¿Cuánto les preocupó lo árido de la obra?

L.: -Bastante. Estuvimos trabajando intensamente la estructura para poder tener momentos de relax pese a las cosas más herméticas de Borges. Para poder descansar en Borges y en su ternura.
K.: -Yo, gracias a haberlo conocido, puedo decir que su vida está colmada de episodios con anécdotas deliciosas. Su ingenio, su padecimiento, su soledad, su capacidad de ironizar sobre sí mismo, conforman un oasis en el espectáculo. Es el momento en el que la profundidad da lugar al hombre de carne y hueso.
-A Borges le gustaba hablar del "prestigio del tedio"... ¿Cómo se le escapa a la solemnidad tediosa cuando uno trabaja la obra de esa catedral de la literatura que es Borges?

K.: -Nosotros lo pusimos a salvo de la erudición, y ésa es nuestra alegría más profunda. No presentamos a un erudito. Presentamos a un hombre profundo y cercano. Cuando Mogui lo canta se oye la hondura de su palabra en el corazón de un hombre que lo pudo celebrar con su música. Es decir, que lo comprendió. Tal vez la aspiración más grande que tenemos es decir: "Esto es lo que Borges hizo de nosotros, esto es lo que nosotros hicimos con Borges". Ahora, si bien es importante escaparle al "prestigio del tedio" y ponerlo a salvo de la erudición, también lo es no llevarlo a esa banalidad que hoy parece cubrirlo todo...
-¿Cómo se evita caer en lo vulgar?

M.: -Las canciones son muy sentidas. Son canciones que podríamos escuchar en la radio una tarde de lluvia. Con la profundidad y la simpleza que tiene eso... Pero la gente debe saber que viene a ver un espectáculo de altísimo nivel poético y que esto no es la tele.

K.: -La profundidad y la popularidad no están reñidas. No hay tal escisión. De todas maneras, fuimos cuidadosos al reconocer que hay textos que no valía la pena incluir en el espectáculo porque quebrantaban o rompían la percepción inmediata de la belleza. Porque desviaban la atención hacia un aspecto erudito.

L.: -Lo que protege al espectáculo es que, ante todo, yo quiero acercarme a Borges. Yo quería que nos acercáramos a su obra. Quería entenderlo.

K.: -Y eso es muy notorio. César y Mogui se morían de ganas de meterse en Borges y yo tenía unas ganas extraordinarias de ver el destino musical que correría esto que yo leía.

-¿Por qué Borges?

L.: -Porque Borges es mío.
K.: -Porque así como a otros les tocó ser contemporáneos de Sófocles o de Shakespeare, a nosotros nos tocó serlo de Borges, y es maravilloso haberlo advertido y agradecérselo.
M.: -Porque Borges une mis partes. Las que me gustan de mí y las que no. Porque a mí Borges me gusta y no me gusta. Y ver en él cosas que veo en mí me conmovió tanto que necesito mostrárselo a la gente.
Por redonda y acabada. Por íntima y personal, la reflexión de Moguilevsky los deja a los tres pensando. Sin palabras. Tanto, que Kovadloff, el más indicado para ponerle palabras a los pensamientos, sólo puede decir: "Es muy lindo eso".
Por un momento, los tres parecen ausentarse y dejar vacía la mesa de bar. Reverentes discípulos que homenajean a su maestro, vuelven en sí sólo para seguir hablando de él.
-¿Cuál es el mensaje que Borges tiene hoy para dar?

M.: -Borges nos muestra una genialidad universal y sin límites, y a la vez una humanidad donde el límite es tan claro que me parece algo hermoso de mostrar y de descubrir. Tal vez por eso sus textos son tan dolorosos, porque muestran con una pirueta artística única una enorme belleza y a la vez un dolor, un vacío, un no haber encontrado, un haber fallado permanentemente... Hasta una vergüenza. Ese dolor es mi dolor también.
L.: -Para mí, el mensaje más claro es que la luz y la sombra conviven en nosotros. El tenía la genialidad de mostrarlo. Detrás de Borges hay un ser humano. Cuando vivimos tiempos de endiosamientos... Borges demuestra que era un ser humano.
K.: -Borges mostró su dolor con una intensidad y una universalidad que nos invita a todos a reconciliarnos con nuestra dificultad para vivir. Porque unida a esa dificultad está la capacidad de expresarlo.
L.: -Amén.

Por Leonardo Blanco
Artículo publicado en La Nación Revista el domingo 7 de setiembre de 2008
[Foto: Graciela Calabrese]
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Un poeta en el mundo de los negocios



Alejandro Roemmers es un hombre de contrastes: en su oficina todas las paredes son blancas. Todos los muebles son negros. Y los colores (todos furiosos) están confinados a dos grandes cuadros. Desde uno de ellos, dos tigres de Bengala lo miran mientras habla. Cautelosos, parecen convalidar, de antemano, lo que está por decir.
"Ese cuadro me define", dispara Roemmers. "Los tigres de Bengala son poderosos, pero no agresivos. Se podría decir que son bondadosos..."
La charla se había prolongado demasiado. A esa hora ya casi no quedaba personal en el predio que el laboratorio de su familia tiene en Olivos. Era el momento indicado para lucir más contrastes, tal vez el más importante: Alejandro Guillermo Roemmers, integrante de una de las familias más poderosas de la Argentina, combina sus tareas como miembro del directorio de Laboratorios Roemmers con otras, más sosegadas, de poeta.




-Le gustan los tigres de Bengala, como a Borges ¿Es admirador de su poesía?
-De Borges valoro la enorme erudición, el manejo del idioma y su trascendencia universal. Pero él vivió para la literatura... A mí no me gustaría vivir su vida. Yo disfruto mucho de otros aspectos, y no sólo de la literatura... Me encantan la naturaleza, el deporte, las ciencias, la música; tengo un interés mucho más amplio que él. Además, yo coincido con su definición de poesía, cuando dice que es emoción, pero creo que él no siempre pudo poner eso en práctica. A veces, su poesía es demasiado intelectual y pierde emotividad. Me maravilla, pero no me conmueve.

Desde el sillón negro, el segundo hijo de Alberto W. H. Roemmers mira el cuadro. Sólo llevar ese apellido que se impuso como marca lo vuelve poderoso.

-¿Qué pensaría Borges de su poesía?
-Cuando yo tenía 14 años, pasé una tarde con él. Le leí algunos poemas míos. Me dijo que le recordaba algo que comenzó a recitar en inglés, pero me costó mucho seguirlo. Me hablaba de cosas que yo no había leído...

- No lo conmovió...
- No, no me conmovió. Era difícil seguirlo. Lo que yo rescaté es que sintió que había contenido poético en mis textos...

Este don de Alejandro Roemmers apareció, tímido, cuando, a los ocho años, escribió su primer poema ganado por la nostalgia de unas vacaciones de verano que se terminaban. Tomó forma en la adolescencia y se confirmó cuando, primero, se tuvo que ir a vivir a Europa con su familia y, luego, volver a la Argentina. En las dos oportunidades ahuyentó con versos los fantasmas del desarraigo. Hoy tiene seis libros editados, es vicepresidente de la Fundación Argentina para la Poesía, presidente honorario de la Asociación Americana de Poesía y académico del Real Instituto de Cultura de México.
Así, este hombre que nació con la vida resuelta, se empecinó en complicársela cabalgando entre dos mundos: gracias a su incontenible amor por la poesía se transformó en un bohemio entre los empresarios y en un hombre de negocios entre los poetas.
-Se mueve en dos mundos diferentes y hasta antagónicos. ¿Cómo son desde adentro?
-El de la empresa es un mundo de competencia, donde uno tiene que tratar de superarse y de superar al otro permanentemente. Los empresarios son gente obsesionada con el aprovechamiento del tiempo. El mundo de lo poético es muy espiritual. Uno debe brindarse sin pedir nada a cambio. Importa el ocio creativo, en el que uno trata de bucear en su interior.

-¿Cómo ven los empresarios a un poeta entre sus filas? ¿Hay miradas de soslayo?
-En general, soy una rara avis. Pero cuando uno tiene un momento para compartir en profundidad son los más impactados. Para un empresario no es muy habitual estar en contacto con cuestiones emotivas o sentimentales.
-¿Cuánto cree que influyen su condición y su apellido en la apreciación que se hace de sus poemas?
-Yo creo que poco y nada, porque me ocupé específicamente de eso. Nunca busqué lograr reconocimiento basado en un prestigio logrado en otra cosa... De hecho, en la Argentina, donde son más famosos la empresa y el apellido, es donde soy menos conocido yo. Yo nunca quise competir deslealmente en ese contexto usando medios económicos que tengo a mi alcance. En términos de poesía, yo hago todo como lo haría una persona con escasos medios.

-Pero en su caso, ¿el dinero ayudó o terminó siendo una carga para su arte?
-Yo creo que ayudó. Lo importante es no ser esclavo de las cosas. Es decir, no necesitarlas. Yo trato de vivir poéticamente siempre. Para mí fue importante tener plata porque la belleza me hace bien al espíritu. Está muy bien disfrutar de lugares lindos o tomarse vacaciones o tener un lugar con silencio, que hoy es un lujo. Por otro lado, yo no acumulo cosas ni las exhibo...

-¿Se imagina viviendo sólo como poeta?
-Es que yo la poesía la fui incorporando de tal forma que no me obligara a una renuncia total. Lo literario me da cada vez más placer, pero me he quedado con la parte empresarial que más me gusta, que es la de la estrategia. Me gusta continuar y agrandar una obra que viene de familia.

-¿Nunca fue una carga?
-En algún momento sí. Yo sentía que en mi vida era todo empresa y que no había nada que me diera ese placer espiritual que hoy me da la poesía. Ahora estoy mucho más repartido.

-¿Cómo reaccionó su familia ante su vocación literaria?
-Bueno, desde chico fui ?el poeta?, ?el que escribía?, así que no fue novedad alguna. Si bien en algún momento mi padre hizo mucha fuerza para que yo estuviera en la empresa, hoy, viendo que he seguido escribiendo y he tenido tanto reconocimiento, fue entendiendo que tengo ese doble camino en la vida. La verdad es que hoy puedo decir que he contado con todo su apoyo y con el reconocimiento de toda mi familia. Tengo una familia maravillosa...

-¿Por qué escribe?
-Escribo porque tengo que escribir. Necesito escribir. Si te lo justifico racionalmente te digo: escribo porque es una forma de dar gracias, es una forma de rezar... A mí no me gusta repetir oraciones hechas, y la poesía puede ser una forma muy linda de asimilarte con la creación y maravillarte ante el misterio... Y también es una forma especial de acercarme a otras personas. A través del mundo de los negocios trabás determinado tipo de contacto con la gente. Pero con la poesía te vinculás en una dimensión realmente espiritual. Las palabras circulan y tienen su efecto. Y si para algo escribo es para tratar de dar luz y amor. Yo creo que la poesía buena es la que te hace mejor ser humano. Si leer mi libro te mejoró en algo, genial. Si no, no sirvo como poeta...

-¿Hace falta sufrir para escribir poesía?
- (Piensa) No, lo que pasa es que en el dolor uno está muy metido para adentro y se pone muy sensible... Muchas veces el dolor te ayuda a sacar lo mejor de vos. Es más difícil escribir cuando uno está muy en paz o muy alegre. Para escribir hay que tomar distancia, reflexionar. Uno escribe más cuando está mal...

-¿Qué es lo esencial en un poeta?
- La coherencia... Yo creo que si uno es falso no se puede ser buen poeta... Vivir poéticamente
No son dos personas en una. Ni siquiera dos personalidades. Roemmers sabe que lo que cambia no es él, sino el contexto. El ambiente empresarial que lo rodea poco tiene que ver con ese "vivir poéticamente" que anhela. De todas formas, aprendió a convivir con eso.
El empresario pide a las secretarias que levanten todos los cortinados. El poeta se sienta y clava la mirada en el inmenso parque que se cuela por los ventanales.

-Me gusta disfrutar de estos momentos. Me detengo a mirar los árboles, el atardecer; el poeta es poeta siempre y, esté donde esté, tiene una visión poética de la vida. Mucha gente vive pensando que tener más los va a hacer más felices, y no siempre es así. Reconozco que sí es bueno contar con medios, pero lo esencial para mí es no pasar por la vida así nomás. No vivir en piloto automático. Yo vivía en piloto automático. Vivía pensando cuál iba a ser el sentido de mi vida, y bueno, sentido viene de sentir... Y no importa tanto a qué vas a dedicar tu vida, sino de qué manera. Yo creo que la mayor parte de los seres humanos tienen la capacidad de ser felices, pero que hay una maquinaria que necesita seres consumistas, y que trata de convencerte de que tenés que poseer una serie de cosas para estar bien; no hay que dejarse engañar por eso. Yo me doy cuenta de que me pasa al revés... ¡Siento un rechazo tremendo por comprarme cosas! Me molesta muchísimo. Prefiero estar leyendo o caminando por una plaza...

-Es un empresario que está totalmente en contra del consumismo...
- (Repite) Sí, sí, sí... Lo peor es ir a comprar ropa. Eso de estar a la moda realmente es una carga. A mí la felicidad me viene de otro lado. Veo que la gente se desespera por comprar equipos de sonido, computadoras y esas cosas electrónicas, y yo ni lo pienso. Tengo lo mínimo. De hecho, escribo a mano...

En el cuadro, la fiereza de los tigres de Bengala se ensombrece de repente. El sol deja de agonizar, y la sala queda sumergida en penumbras....


Por Leonardo Blanco

[Artículo publicado en La Nación Revista en su edición del domingo 15 de junio de 2008]

Foto: Carolina Camps


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