Que le bajaran las luces. Es lo primero que pedía. El hombrecito llegaba calmo, lento, cargando sus instrumentos y quería menos luz artificial. Ya en penumbras sacaba unas hojas de coca, entornaba lentamente los ojos hasta cerrarlos y empezaba a acariciar con dedos toscos y uñas como escamas uno de esos pequeños leños con cuerdas que había cargado hasta ahí. En el estudio de grabación el aire cambiaba y embriagaba a todos. Entre computadoras, cables y consolas se arremolinaba una brisa mágica, como del altiplano, una melodía ancestral sonaba y el pequeño hombre crecía. Se volvía imponente. Sin moverse, avanzaba con paso firme.
Ese es el gran engaño de Jaime Torres. El viejo hechicero del charango disfruta haciendo creer que está inmóvil. Sus movimientos, sus palabras, su cadencia engañan. Pero quien repase mínimamente su vida verá que, imperceptible para la mirada común llena de prejuicios, el hombre de las manos desproporcionadas avanza y se adelanta a los adelantados. Como ahora, que con 70 años de vida y 60 de charango y folklore rompe con todos los moldes y se arriesga a un disco de música... electrónica.
El leñito que conquistó al mundo
Jaime Torres –cara de barro, manos de cardón- es para muchos el abanderado de una música relegada, un instrumento relegado y una cultura relegada. Defensor de la memoria indígena, de las tradiciones que existían cuando no hacía falta un “día de la tradición”, combina en sólo un metro y medio de estatura la calma norteña con una tenacidad ideológica inconmovible. Puteador imbatible (mal hablado prefieren decir algunos), puede disertar, y largo, sobre el Che, Fidel o Evo Morales (“ese querido hombre”, dice) pero su arma preferida, aquella que enarbola con mayor seguridad no es la palabra. Es el charango, un leñito de 40 centímetros con el que conquistó, hace tiempo ya, al mundo. Con esa guitarrita que suena a harpa y a violín, instrumento macho con cuerpo de mujer, acompañó a muchos notables de la música folklórica, pero también a Divididos, la Bersuit, la Camerata Bariloche, Paco de Lucía y Tata Cedrón, entre otros. Con él, encandiló desde escenarios tan disímiles como las callecitas de barro de Humahuaca, el Teatro Colón, la Filarmónica de Berlín, la Sala Octubre de Leningrado o el Lincoln Center. Con él, realizó la banda sonora de varias películas (entre ellas “La deuda interna”) y hasta una ópera ("Suite en Concierto", con arreglos de Gerardo Gandini). Así, mientras simula estar quieto, el músico tucumano logró que Jaime Torres sea sinónimo de charango, o mejor, que charango sea sinónimo de él.
Ese es el gran engaño de Jaime Torres. El viejo hechicero del charango disfruta haciendo creer que está inmóvil. Sus movimientos, sus palabras, su cadencia engañan. Pero quien repase mínimamente su vida verá que, imperceptible para la mirada común llena de prejuicios, el hombre de las manos desproporcionadas avanza y se adelanta a los adelantados. Como ahora, que con 70 años de vida y 60 de charango y folklore rompe con todos los moldes y se arriesga a un disco de música... electrónica.
El leñito que conquistó al mundo
Jaime Torres –cara de barro, manos de cardón- es para muchos el abanderado de una música relegada, un instrumento relegado y una cultura relegada. Defensor de la memoria indígena, de las tradiciones que existían cuando no hacía falta un “día de la tradición”, combina en sólo un metro y medio de estatura la calma norteña con una tenacidad ideológica inconmovible. Puteador imbatible (mal hablado prefieren decir algunos), puede disertar, y largo, sobre el Che, Fidel o Evo Morales (“ese querido hombre”, dice) pero su arma preferida, aquella que enarbola con mayor seguridad no es la palabra. Es el charango, un leñito de 40 centímetros con el que conquistó, hace tiempo ya, al mundo. Con esa guitarrita que suena a harpa y a violín, instrumento macho con cuerpo de mujer, acompañó a muchos notables de la música folklórica, pero también a Divididos, la Bersuit, la Camerata Bariloche, Paco de Lucía y Tata Cedrón, entre otros. Con él, encandiló desde escenarios tan disímiles como las callecitas de barro de Humahuaca, el Teatro Colón, la Filarmónica de Berlín, la Sala Octubre de Leningrado o el Lincoln Center. Con él, realizó la banda sonora de varias películas (entre ellas “La deuda interna”) y hasta una ópera ("Suite en Concierto", con arreglos de Gerardo Gandini). Así, mientras simula estar quieto, el músico tucumano logró que Jaime Torres sea sinónimo de charango, o mejor, que charango sea sinónimo de él.
Y, como para seguir desconcertando, él, uno de los nombres innegables del folklore acaba de editar Electroplano, un disco de música ambient y chill out producido junto a Alejandro Seoane (Buddha Sounds). Lejos, muy lejos, lo más lejos que se puede, de lo esperable en un artista con su perfil.
Encantamiento de un charango chill out
Hay que ser muy talentoso y tenaz (o muy inconsciente) para trazar semejante parábola y sobrevivir al intento. Para surgir desde un lugar tan confinado, con una música tan discriminada (la del altiplano) y llegar a la vanguardia musical del mundo sin perder los estribos ni caer en patéticas concesiones.
Nada de eso parecía importarle demasiado cuando nos encontramos para charlar en su casa de Barracas. Una lluvia fiera golpeaba el techo de su altillo y, en un lugar repleto de charangos y bombos, nos obligaba a escuchar su propia música.
Fotos del Che, de un Jaime Torres joven, con pelo largo y de su familia miraban desde las paredes. Por todos lados había máscaras, adornos y recuerdos. En el viejo escritorio de madera, un desorden controlado: cuerdas de repuesto para charango, cd´s y casetes. En la pared, un equipo de música con dos grandes parlantes. Del otro lado del salón la gran mesa de carpintero que usaba su padre custodiada desde el techo por dos aves con coloridas alas de tela abiertas. En un rincón, como listas para partir, un par de valijas de viaje.
- Bueno, parece que si uno de los objetivos de un artista es provocar con Electroplano lo ha logrado...
- (Risas) Bueno, no es de ahora. Ya en el 64 armamos un despelote bárbaro cuando empezamos con los discos de larga duración de charango y piano, que era algo inédito. Pero inédito total... ¿eh?
- ¿Inédito por la mezcla?
- Es que el charango siempre fue un instrumento al que no se le dio importancia, no tenía trascendencia... ¿Quién era el tipo que tocaba el charango? El campesino. Así como nunca se vio bien, por ejemplo, que un hombre hablara quechua. Porque era “el idioma de los indios”. Y el mismo mestizo decía esto y te hacía sentir vergüenza del origen. Fue así desde 1492, cuando llegaron estos (los colonizadores) con la bota, la espada y la cruz. Había que hacer que desaparecieran los bárbaros. Y bueno, la historia es así... y yo no tengo nada en contra pero hay que recordar la verdad.
- Pensaba si no había algún esbozo de reivindicación. Si usted no lo sentiría. Con la cultura, la música y el instrumento de los colonizados usted ha terminado “colonizando” un tipo de música de origen europeo.
- Puede ser... Pero, de verdad que yo en ningún momento terminé de registrarlo. Esto empezó cuando grabé una música en Alemania y, cuando me mandaron el tema, se lo hice escuchar a un amigo ligado a la música más moderna. Me dijo: “maestro, yo no sabía que usted curtía esto. ¡Esto es chill out!”. Entonces me presentó a Alejandro Seoane.
- Y ahí seguramente hubo que empezar a negociar...
- Yo me preocupé porque Alejandro reciba lo que yo siento de mi país y de mi gente. A mí me importaba mucho que este trabajo se pudiera realizar aquí, con nuestra gente. Si tuvimos muchas horas grabando y masterizando mucho más tuvimos de charlas. Porque, salvo dos temas del disco, el resto es un camino poco transitado.
- ¿Cuál fue “la gran” condición? Esa inamovible que usted planteó de entrada.
- Por sobre todas las cosas la no distorsión del instrumento. Conseguí instrumentos, hablé con gente que los hace, usé algunos de los que me había hecho mi padre y logré una tremenda diferencia de voces. Gracias a eso en la grabación, el charango en ningún momento está distorsionado. No vas a escuchar un uauauaua (imita la distorsión de una guitarra eléctrica). El charango suena a charango. ¡Hasta la reververancia que suena en algún tema es propia del charango! Es ese, el que tengo allá (señala). Un charanguito campesino, de lo más simple y sencillo. Lo que pasa es que si vos conocés el instrumento no tenés nada que inventar. Es sólo responder al instinto anterior. Yo respondo a lo que he vivido... En todo momento de la grabación tuve presente las cosas más felices que me pasaron en la vida.
- No hubo ninguna sensación de extrañamiento entonces...
- No, ninguna... Sorpresa sí, porque yo desconozco el trabajo de la música electrónica. Cuando les dije a mis hijos lo que iba a hacer sus comentarios fueron: “¡Uau, chau, uf, a full...!” (se ríe). Algunos de ellos, por la edad que tienen, consumen música electrónica y se asombraron. Pero es lo que ha ocurrido en toda mi vida. Siempre me esforcé en demostrar que el instrumento tenía todo un potencial y que sigue teniéndolo. Seguramente van a venir cantidades de intérpretes que sigan ese camino. Un camino que ya no es tan distante. En la Bersuit hay un charango, los pibes de Divididos también tienen uno. Y hay otra cantidad de bandas fusionadas... y algunas confusionadas... pero bueh... es saludable cuando hay respeto.
- ¿Hay algún límite? ¿Qué sería empezar a faltarle el respeto al instrumento?
- Y, por allí un pibe agarra un charango, tiene una buena digitación y trata de empezar por La Cumparsita o Pájaro Campana... Contra eso no se puede hacer nada. Pero porque lo que yo creo que falta, es empezar a enseñar el alma del charango.
- ¿Cómo se enseña el alma del charango?
- Y... hay que caminar. El maestro tiene que caminar. Porque hacer un libro de acordes de charango a mí no me dice un pepino de nada. Es algo matemático que a mí no me deslumbra. Los acordes los saca cualquiera Do, Do sostenido, Re, Re sostenido, Mi, Fa...
- El asunto es hacer de eso un arte...
- Un arte y poder comunicar de qué se trata. Porque la guitarra o el piano tienen sus historias. Se sabe cómo nacieron, como llegaron... El charango no. Por eso hay que tener mucho cuidado en colocarse el mote de maestro... ¿Maestro de qué?... Maestro ciruela. A mí, de verdad, no me pone bien saber que hay cantidad de chicos jóvenes que no tienen ni idea del instrumento. Yo no digo que sea una obligación saber pero... El charango es un personaje que está vigente. Está metido con el paisaje. Si vos andás por el altipano y caminás por el norte de nuestro país, por Bolivia, Perú, Ecuador te vas a encontrar con el charango incorporado a la vida cotidiana. No es como el tango con el farolito que no está más, o la música clásica que tampoco está más porque aquel mundo ya no existe. El charango representa buena parte de un pueblo, de una América morena que somos nosotros y que ha logrado cosas maravillosas. Que viene cargado de una anterioridad digna de respetar.
- ¿A raíz de Electroplano tuvo muchas críticas de la parte más conservadora de la música popular?
- Yo pensé que iba a ser un sacudón distinto (sonríe pícaro) pero, hasta ahora, he recibido todas criticas muy buenas. Gente que sabe y ama la música criolla, periodistas y colegas... tuvieron sólo palabras hermosas. Puede ser que te guste menos pero no se puede negar que está hecho con total honestidad. No hay ninguna cosita baja. Se buscaron los elementos con buen gusto, con muchísimo trabajo... fue muy duro el trabajo... fue una tarea de búsqueda para hacer que coincidan estos dos mundos.
- La apuesta fue jugada... ¿No tuvo dudas, miedos?
- No... (se ríe) lo mismo me pasó cuando mezclé charango y piano. ¿A quién carajo se le iba a ocurrir eso en aquella época? En una época en que no había toda esta parafernalia de sonido que lo único que hace es atrofiar los oídos.
- ¿Cómo se lleva con eso? Tocando un instrumento tan acústico y maleable como el charango cómo se lleva con los cables y todo lo que implica la música electrónica?
- Bueno, yo sigo tocando el charango, que es mi cable a tierra... Ese es mi cable... A todo el mundo de la electrónica yo traté de anteponerle siempre el universo del charango. Porque ahora parece que tenés que tocar un charango pero que suene a orquesta (risas)... A todo lo inventado por la electrónica yo le antepongo la sensibilidad del instrumento. Que yo sepa todavía no hay máquinas que puedan graduar los latidos del corazón a través de la música, de la sangre... a lo mejor está en marcha (risas) pero todavía no las hay. Por suerte no.
- Si tuviera que describir la música que sale del charango... cómo lo haría?
- (Piensa largamente) seguramente el sonido me tiene que haber dicho algo en su momento porque yo elegí el instrumento. Yo elegí el instrumento (repite como para escucharlo él mismo). Yo creo que los genes tienen que ver en eso. A mis viejos les encantaba la música de los pagos. Ahora, en lo que hace a la interpretación en sí te diría que tocar este bicho te otorga los momentos más placenteros que te puedas imaginar... (piensa) No es comparable a nada... ni a un orgasmo. Aunque te puedo asegurar que por ahí anda... Acariciarlo y sacarle sonidos a ese instrumento diminuto es único...
Y así se queda, mirando el charango que tiene entre las manos. Quieto. Pero ya no está ahí. Está más allá. Avanzando, sin moverse. Seguramente piensa en su próximo viaje a Francia, y luego a China, y después a México... y en diciembre a Brasil y a Cuba. Y en enero a Europa. Y, tal vez, en un Electroplano 2, la continuación de este, su disco más moderno y adelantado para el que paradogicamente tuvo que volver para atrás. Para atrás en el tiempo... y en el espíritu.
Ya no se siente la lluvia. Sólo su voz ancestral que cuenta de “otra anterioridad”. Esa que se reconoce en su último disco. Más allá del ambient, del folklore o del chill out. Esa que recorrió mientras grababa, en penumbras y con los ojos cerrados. Caminando por ahí, entre la niebla y atrás en el tiempo. “Pero no buscando rumbo ¿eh? Con un camino fijo y seguro. Avanzando”, dice, desde lejos.
Por Leonardco Blanco
[Artículo publicado en la revista Barzón Nº 4]











